¡Libérenlos!
5:09 p.m. Neptunita 0 Comentarios Categoría :
Es poco lo que se sabe sobre NEPTUNITA, el quinto autor del blog Expreso a Neptuno.
Dicen que solo aparece el quinto jueves de cada mes, si es que el mes tiene cinco jueves.
Dicen que no tiene nombre, sexo, raza o nacionalidad, sino que puede asumir cualquiera a su gusto, con cada nueva aparición.
Dicen que nació hace tiempo, pero por algún motivo esperó hasta hoy para dar la cara por vez primera.
Bienvenido, NEPTUNITA. Te estábamos esperando.
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Salió a fumar, pero no caminó. Se quedó justo enfrente del garaje. A ella no se le había parado el motor, sólo necesitaba aire para combustionar su explosión. Miró hacia la plaza y algo le hizo doler los ojos. Los árboles estaban encerrados con unas horribles rejas como si fueran unos convictos. Hasta a ellos los estaban dominando; en su quietud, obedecían dejando caer sus hojas sólo del lado de adentro. Movió la cabeza pero fue aún peor, ahí tirado en el canasto de la basura, estaba el gorro de murga de su nieto de siete años. Había pasado su primer carnaval en un club en lugar de la plaza. Lo que sentía era una indignación rancia, de capa sobre capa: encebollada. Pensó en esas que recordaba a simple vista. El baño público, la fuente, los bebederos y la calesita ya no estaban. Hubo otras en su vida, pero en esos ciento cincuenta metros cuadrados se concentraba la mayoría.
Quiso
contrarrestar lo desagradable con los hermosos recuerdos coloreados por su
imaginación. Se vio a sus siete, muy distintos a los de su nieto. Vivía en la
calle, especialmente en su plaza. Se había convertido en la líder sin mucho
esfuerzo, sólo tenía que decir “anda para allá” o “vení para acá” y las
piernitas con pantaloncitos cortos iban y venían. Un día decidió dejar los
juegos para niñitos y planeó construir muchas casitas y tener un marido
esperándola en cada una. Supo conseguirse siete novios-nenes después de una
breve elección, aunque no pensaba casarse con todos. Debían ganarse ese derecho
y ser buenos novios primero. Para eso, tenían que dibujar lindas casitas,
conseguir todo y hacerlas en su plaza.
Con los años, las cosas fueron distintas.
El colegio de monjas la calmó al principio, pero como nada queda quieto y menos
cuando hay mucha vida junta; volvió al ruedo a los quince. Tenía ganas de
probar eso que decían no debía. La información resultaba escasa y entrecortada,
hasta que conquistó a las lavanderas del colegio quienes le explicaron todo y
con lujo de detalles. Necesitaba un hombre para el asunto y varios le rumbearon
en la mente hasta que lo eligió a Julito -el hijo del verdulero- contra todo
pronóstico. Unos cuantos le arrastraban el ala, un ropero de metro noventa, un rubio
de ojos azul-cielo, el más inteligente del Colegio normal, el rey del yo-yo y,
al final, Julito, sin ninguna gracia.
El pibito estaba
tardando demasiado. Era tímido y la merodeaba, aunque nunca se animó a entrar.
Le tenía ganas, eran de la misma edad, pero ella le llevaba una cabeza. Cuando
empezó a criar unos pequeños músculos no pudo más y se decidió. Se acercó en la
madrugada de carnaval. Le convido muchas granadinas hasta que lo vio
tambalearse. Se abalanzó. Mandó ella, lo subyugó con su fuerza. De parados no
pudo y lo tiró detrás de las alegrías del hogar. Así fue como tuvo su primera
vez en la plaza.
Porota aprendió mucho en pocos años.
Descubrió que a los hombres hay que maravillarlos y que no hay mujer fea sino
desarreglada. Maravilló y se arregló tanto, que llegó a ser reina del carnaval
del 57´ y festejó alrededor de la plaza, saludando bien despacio, de lado a
lado, con el codo como si estuviera apoyado en una repisa y la sonrisa
sostenida por cables. Hasta se atrevió a representar al pueblo en otros
concursos. De los siete novios-nenes llegó a casi setenta muchachitos que la perseguían
sin disimulo o suspiraban mientras le escribían cartitas perfumadas con
colonia. No iba a quedarse con cualquier cosa. Quería hombres de carne y hueso,
pero más de lo primero, con mucho gusto estaba dispuesta a dejarle lo otro a
los perros. Se había convertido en una mujer de sexo tomar. Y porque el que
busca encuentra y los parecidos también se atraen, conoció a Rolando; que era
pura carne. Tantísima, que a los cincuenta le reventó el corazón y a Porota no
le quedó más que vestir un luto provisorio y recordar los veinte años pasados
con él como bien vividos.
“Todavía me queda
la frutilla del postre”, pensó. Se dedicó a buscarla y, como suele suceder, la
encontró justo enfrente; su posibilidad de quemar un último cartucho. Era una
reja que bien podía hacerse pasar por muro, parecido al de Berlín. Los mandamás
encerraron la plaza y con ella a todos. El barrio entero había cambiado. Pusieron
horarios de apertura y peor que eso, instalaron ojos expertos en juzgar lo
“bien y lo no tan bien”. Las cuadras que la rodeaban se habían convertido en
lujo y las otras en tragedia. Los niños “no tan bien” tenían reservada una
plazoleta esmirriada al lado de las vías del tren. Fue como si los unos se
hubieran convertido en agua, y los otros, en aceite. Hubo resistencia, pero
callada e insuficiente.
Como siempre, no
faltó esa gota que enervó a la Porota. Alguien había pegado un cartel de
Propiedad Privada, seguro habían sido unos niños para echar a otros niños,
escrito con la misma caligrafía impersonal y descolorida que habían usado sus
padres y antes de ellos sus abuelos y bisabuelos para empapelar sus terrenos y
campos. Dolor, acidez, presión arterial, malestar estomacal, palpitaciones,
indigestión, más dolor, explosión de triglicéridos: cinco años menos de vida.
La frase le sonó a sus ojos como un insulto, una puteada, la peor de todas, la
nunca escuchada, una que trataba a su madre, a su abuela y a su bisabuela,
todas al mismo tiempo. Sintió que le habían puesto un silenciador al grito que
le vació el estómago, igual que en una pesadilla. Tuvo la necesidad de hacerle
algo a la enseña del imperialismo y lo que consiguió su mano fue una pantufla
de gomaespuma china que lanzó contra el letrero hecho con una cartulina de vaya
a saber dónde. Entró en razones, no era lo único que podía hacer. Sus vecinos necesitaban
un empujón que les sirviera de golpe de efecto o de corrimiento de vendas en
los ojos y ella tenía para darles.
Y no, no, no arrancaba. Porota trató y
trató. Ernesto la miraba desde el asiento del acompañante, con su único ojo,
medio extraviado y, del otro lado, un hueco cubierto por un parche de pirata.
Ella lo vio muy lindo con su pañuelo colorado, pero qué lástima que no
consiguiera una boina para él igual a la suya. Siguió forzando al motor
mientras calculaba la corrida que le pegaría al mecánico, por haberle alquilado
esa catramina “está perfecta, nunca va a dejarte a pata, ruge como un toro,” le
había dicho. Maldito cornudo él y pobre tonta ella, por no avivarse que los
toros no rugen, pensó. Primero sonrió, después empezaron a salir los sonidos de
su boca hasta que todo se desmadró y la abrió grande, a todo lo que daba, como
con un gato, pero de los otros; un cricket. Esta era su risa solitaria, sin
público, fuerte, ruidosa, desagradable y húmeda; casi escupida. Se secó la
saliva que se escapaba por un costado babeando hasta el mentón y se ocupó del
motor. Hizo memoria, el aceite iba por allá, el agua y el filtro del aire más
acá. Repuso lo que debía y limpió el resto e intentó de nuevo. Pensó en cómo se
iban al tacho las rayitas rojas que marcaban sus siete minutos cronometrados,
los siete que valían por sus setenta años masticando el cobarde “que se le va a
hacer”.
Había preparado unos sándwiches y jugos
para colocarlos en la puerta de su panadería y que los vecinos se sirvieran una
fiesta en la plaza. Esperaba poder escapar. Se guardaría en lo de su prima
Pococa en Claromecó. Para sobornarla tenía comida, pero no iba a dejársela
barata, llevaba unos hombrecitos de jengibre abultados y con caras de facinerosos,
además de unos bombones con forma de pezón para escandalizarla. En ese caso
llegaría un domingo y se los convidaría antes de que fuera a misa. A la larga
terminaría ayudándola, como buena Robina de cualquier Batmana, por supuesto
después de persignarse a escondidas y rezar tres aves marías y algún padre
nuestro. Serían Porota y Pococa contra la tal “Propiedad” y la tal “Privada”. “Si
no sale tu jugada, ¿quién te quita lo bailado?”, se dijo a sí misma. En todo
caso, tendría algo para ofrecerle a la policía o a sus compañeras de celda.
Finalmente, pudo sacarla del garaje, pero
se detuvo justo al subir la vereda de la plaza. El gato vomitó, el de verdad,
no el criket. Ella se desesperó. Se aferró al martillo simbólico porque no
había hoz. Abrió el capot y golpeó y golpeó, no a su muro de Berlín, pero sí al
motor del capitalismo, sólo porque no tuvo enfrente a sus dueños. Cerró, pero
antes dio otro golpecito de yapa a la vieja, fatídica y ridículamente lustrosa
F y la borró por un instante del mapa terrenal volándola hasta la alcantarilla,
¿cómo hicieron para pasarnos por arriba con una cinta transportadora?, pensó y
volvió a pensar lo lindo que sería tener una de esas que llevara a los
angurrientos directo a la humildad y los dejara ahí; bien sencillitos. Ahora
con las computadoras entendía menos que menos, había quedado afuera del sistema
como esos nenes a quienes quería devolverles al menos un poquito de tierra. Ató
el cable de acero a la junta de la reja para desmantelar lo mayor posible, para
lograrlo, había aflojado a escondidas muchos tornillos.
Volvió a subirse, cruzó los dedos de las
manos y hasta de los pies, porque nunca fue supersticiosa, pero “que las hay,
las hay” y arrancó y tironeó. La opresión y su materialidad quiso prevalecer,
pero la resistencia hizo lo que bien sabe: resistir. Sin darse cuenta, llegó a
mitad de cuadra, con la reja echando de las más brillantes, escandalosas y
santas chispas libertarias jamás vistas. Miró por el espejo retrovisor y por un
instante, la presbicia desapareció al igual que el dolor en sus articulaciones.
Había probado del caldito ése que sale de la fuente de la juventud, matando a los
triglicéridos y a sus amigos por implosión. Tomó el megáfono y gritó bien
fuerte, “plaza abierta para todos”, “fiesta en la plaza”, “plaza para mí, plaza
para todos”, “fiesta que fantástica esta fiesta”, y terminó cantando con su vozarrón mientras hacía su versión del “manos libres”
soltando el volante y apoyando la derecha sobre lo acolchadito de su pecho:
“Oid vecinos, el
grito sagrado:
¡Libertad! ¡Libertad! ¡Libertad!
¡Oid el ruido de rotas las rejas:
ved en trono a la noble Igualdad!
¡Libertad! ¡Libertad! ¡Libertad!
¡Oid el ruido de rotas las rejas:
ved en trono a la noble Igualdad!
Ya su trono
dignísimo le abrió,
la Porota Unida del Sur
y los placeros del mundo responden:
Al gran pueblo, mi pueblo, ¡salud!
Al gran pueblo, mi pueblo, ¡salud!”
la Porota Unida del Sur
y los placeros del mundo responden:
Al gran pueblo, mi pueblo, ¡salud!
Al gran pueblo, mi pueblo, ¡salud!”
Los vecinos
despertaban de la siesta asomándose sin entender todavía el acontecimiento,
pero todos habían escuchado fuerte la palabra plaza y eso les hizo cosquillas
en la panza.
Porota tomó la
ruta y llegó a Claromecó, pero sin los hombrecitos de jengibre abultados y con
caras de facinerosos ni los bombones con forma de pezón porque se los comió
antes. Tuvo que detenerse por el camino para comprar suspiros de monjas, bolas
de fraile y vigilantes. Ella también vigilaría desde su escondite, no desde las
sombras, pero sí desde el sol la arena y el mar, quizás con un choclo, un
churro, o media docena. En caso de que
fuera necesario aplicaría un plan de “resistencia insistida” por su plaza y sus
placeros.
Gracias a la NEPTUNITA del mes: Ivana Bargas.