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Figuritas

8:28 p.m. Mala Prensa 0 Comentarios Categoría : ,


Siempre que me acuerdo de esa época, recuerdo a Pablo. En ese momento, promediando la primaria, éramos inseparables. Nuestro mundo eran aproximadamente tres cuadras a la redonda cerca del centro de Ramos, que era la distancia que separaba nuestras casas, quedando la escuela a medio camino. Solíamos juntarnos a jugar al menos dos veces por semana. La pelota, el family game y las cartas eran las cosas que usábamos para entretenernos.

Corría la década del ’90, esa en la que reinaba el turco, la del Vélez de Bianchi y el River de Ramón, la de Nirvana y los Red Hot Chilli Peppers, una década en la que la mayoría de las cosas importantes nos pasaron de largo entre juegos y risas por ser demasiado chicos.

Con Pablo vivimos incontables aventuras, jornadas épicas de Mortal Kombat, y veranos interminables, de esos que después con la edad y el trabajo nunca se disfrutan de la misma manera. Él era de esos tipos medianamente populares, con cierto carisma y habilidad para el deporte, sobre todo el fútbol. Lo mío pasaba más por las buenas notas y el perfil bajo. A pesar de ser distintos teníamos gustos en común, como el fanatismo por River, la leche chocolatada y el truco. Además había algo que ambos realizábamos con muchas ganas, juntar figuritas. Desde los seis años y hasta los once juntamos todos los álbumes de futbol, rock y dibujitos animados que pudimos, aunque nunca los lográbamos llenar. Y un poco por ese lado viene mi recuerdo de hoy. 

Cuando estábamos en sexto grado Cromy editó el álbum de figuritas de futbol del Apertura ’96, esas que tenían una foto grande del jugador en acción y una chiquita de su cara en la parte superior derecha con el escudo del club abajo, todo enmarcado en un recuadro verde; y por supuesto los dos lo compramos. De entrada pusimos nuestras viejas tácticas en acción. Cada uno tenía prioridad sobre las repetidas del otro, y siempre que podíamos conseguíamos las que nos faltaban a los dos. Pero aquella vez cometí un error de principiante. En los primeros paquetes que compré me tocó un ignoto (para mí) delantero de Colón apellidado Solbes, y aunque no lo tenía se lo cambié a uno de séptimo por el Burrito Ortega, uno de mis ídolos de ese entonces (y al que sigo queriendo, debo agregar). Este hecho desafortunado fue el que encendió la polémica. A partir de ese momento, tanto Pablo como yo deseábamos en cada paquete que abríamos encontrarnos con la figura de ese delantero en acción, en una de las fotos de peor calidad del álbum, con la mirada baja, presumiblemente puesta en la pelota, y el brazo derecho levantado para sacarse de encima alguna marca férrea.

De más está decir que pasaban los días y a ninguno nos tocaba. Eso sí, al Burrito Ortega lo terminamos teniendo repetido por lo menos cuatro veces cada uno, en una de esas ironías del destino que éramos muy pequeños para apreciar, y que en ese momento se revestía de injusticia. Lo peor de todo, es que por más que nos pasábamos todo el recreo cambiando figus, y jugando al chupi, nunca la encontrábamos disponible. Hasta hicimos varias excursiones al temible patio de los de séptimo, exponiéndonos a intentos de sacarnos los tocos de los bolsillos, y a las típicas rivalidades que se producen entre quienes navegan su ultimo año y se saben en control de la situación, y los que están deseosos de ocupar su lugar.

Unos meses después, y con el torneo llegando a su fin, nuestro entusiasmo se encontraba en los niveles más bajos y casi nos habíamos olvidado del álbum. A mí, vaya casualidad, solo me faltaba una figu para completarlo. Intuyo que ya adivinaron que se trataba de Solbes. Pablo por su parte había tirado la toalla un poco antes, y eran varios los espacios que permanecían vacios en el suyo. Podríamos haber ido a algún centro de Cromy a comprar las figuritas que nos faltaban (salían cada una lo mismo que un paquete) y así poder canjear la pelota, pero en ese momento estábamos en nuestra etapa purista y considerábamos que eso suponía hacer trampa.

Finalmente, con el año lectivo llegando a su fin, un caluroso día de noviembre nos juntamos varios de los chicos en la casa de Pablo. No había un motivo especial para verse, eso también viene con la edad, buscar alguna excusa, algún evento. Eran esas típicas reuniones de varones en las que se charlaba sobre temas sumamente importantes alrededor de una mesa repleta de snacks, pizza y gaseosa. En un momento nos apartamos un poco y Pablo aprovechó para sacar del bolsillo una figurita un tanto castigada, con esas marcas en forma de X que se le hacía a la figus que uno se jugaba en una partida de chupi. Era Solbes, por fin la había conseguido. Me contó que había seguido tratando de rastrearla incluso una vez que ya no hablábamos del tema. En un acto que en ese momento me resultó casi heroico de su parte, me la regaló. Y así fue como completé por primera vez un álbum.

Antes de que termine el enero previo al inicio de séptimo grado, Pablo se mudó junto a sus padres a Capital, cambiándose de colegio en el proceso. No nos volvimos a ver. Para dos amigos del conurbano, en una época en la que no había mail ni whatsapp, mantener el contacto nos resultó muy difícil. Quizá no hicimos el esfuerzo o simplemente nos faltó imaginación. Con el inicio del secundario vinieron nuevos amigos, novias y otras experiencias. Pero de tanto en tanto me gusta recordar esos años de sana e inocente amistad, en los que el mundo podía reducirse a un borroso punta de un equipo santafesino.

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