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Un instante

9:20 p.m. Unknown 0 Comentarios Categoría :


Hay quienes escriben porque tienen algo para comunicar, otros lo hacen porque ejercita la creatividad, están aquellos que vomitan las palabras sin cesar, también los que buscan alcanzar un estado del alma, un estado de la mente. Los hay con deseo de recuperar, algo que alguna vez se tuvo y se cree haber perdido. Algunos simplemente disfrutan de imaginar, de la capacidad que tienen las palabras de hacer viajar. Están quienes lo hacen por estudio, quienes lo hacen para otros, quienes lo sienten y no lo pueden evitar. Otros simplemente necesitan una descarga emocional. En el fondo los que escribimos somos en algún punto todos esos quienes, pero creo que en última instancia siempre lo hacemos para disfrutar.


Hoy en la mañana tuve esa sensación. Últimamente viene seguido, de improviso, sin siquiera pensarlo entra por mis ojos. La verdad es que nada puedo hacer para evitarla. Otra parte de la verdad es que no quiero evitarla. Por el vidrio frontal una leve resolana provoca que  mis ojos parezcan una delgada línea en el rostro. Es ese placer que se siente cuando estas por emprender un viaje, una aventura. Claro que en esta oportunidad no estoy ni cerca de eso, pero particularmente disfruto de esos arranques de mi cabeza, donde me transporto con una imagen, con un sonido, con un recuerdo. Los melancólicos tenemos características muy marcadas, entre ellas la memoria, esa dulce angustia que provoca rememorar una situación, los detalles, las sensaciones, los sentimientos, lo siento en el cuerpo, en la garganta, en el estómago. En este breve trayecto volvió ella, con su pelo lacio, negro, en esta oportunidad con flequillo al costado. Al menos así lo usaba cuando la conocí por primera vez. Pálida, delgada y con una cara muy bonita. Me miraba con sus ojos negros, la nariz pequeña y apenas respingada, una sonrisa encantadora, donde sin que se despegaran sus labios se podía notar que el inferior era ligeramente más grueso. Me siento invadido por una sensación incontenible de hablarle, me niego a cerrar los ojos, como si sacar la vista del camino me alejara de ella, me devolviera al instante de mi vida. Sin embargo, el silencio se mantenía, más presente que nunca, inquebrantable. Tal vez nunca me haya perdonado, o al menos eso me gustaría creer, lo que sea con tal de pretender que el no como respuesta es por una falencia mía. En cierta forma eso permite mantenerte intocable, con la idea de que podrías hacer algo para recuperar aquello que alguna vez tuviste y dejaste por responsabilidad enteramente tuya. Sentado, con la mirada perdida, siento el contacto de su mano. Levanto la vista para observar como con un movimiento de cabeza despeja el pelo de su ojo izquierdo y a la vez me hace una seña dando lugar a que nos paremos. Ya de pie la veo levantarse, con una remera de mangas cortas con florcitas, una pollera de jean y un par de esas converse que tienen una raya rosa sobre la goma blanca. Bajamos las escaleras, al salir a la calle nos tomamos de la mano. Te acompaño a tu casa, digo en un tono amable. Dale, contesta mientras me dirige su sonrisa. Tan sólo unas cuadras por Rivadavia, a la altura de Flores. En Carabobo doblamos en dirección a la vía, al tiempo que íbamos riendo, era una cualidad destacable en ella, me hacía reír. Pero no eran de esas risas superfluas, pretenciosas, sino de las verdaderas. Llegamos a la esquina de su casa, aunque ninguno estaba seguro de que fuera momento de despedirse. Usando de soporte una de las columnas en la base del edificio nos besamos, un segundo, un minuto, una hora, un instante, quien sabe cuánto fue. Y, finalmente, la vi entrar y perderse en el ascensor. Y el día se nubló, y volví a mi instante, y la volví a perder.

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